Petronio en una noche de verano

La luz se filtra entre las rendijas de la persiana creando un áureo estampado lunar sobre la ligera sábana que me cubre. Estamos a las puertas de un verano que se anuncia feroz, lo cual no es nada terapéutico para mi pertinaz insomnio. Leí una vez que después de dos meses durmiendo menos de cuatro horas diarias comenzamos a enloquecer. Falso, yo llevo así años y cada vez tengo la mente más lúcida y ágil. Aunque puede que mi insania no me haga consciente de su propia existencia. No lo sé, podría ser así, pero lo dudo.

He desayunado bastante más que de costumbre. Tengo el apetito desbocado últimamente. Aun así, no aumento mi peso en absoluto. Tanto da que coma mucho o poco, mi talla se mantiene estable a través del tiempo.

Anoche estuve trabajando en la terraza hasta muy tarde. Me gusta observar la fauna nocturna desde las alturas mientras escribo. Estoy enfrascado en la redacción de un artículo extenso sobre Petronio. Tuvo una vida apasionante. Un fulgurante ascenso en la corte de Nerón, en la que fue considerado «árbitro de la elegancia» por su refinamiento epicúreo y gusto estético, y una abrupta caída en desgracia que le llevó a estar recluido en Cumas, después de una conspiración política, y posteriormente al suicidio cortándose las venas. El suicidio

(del latín suicidium “acto de matarse a sí mismo”) ha sido desde la antigüedad una forma rotunda de solucionar conflictos. Para la mayoría de culturas está considerado un acto de honor y grandeza en determinadas ocasiones. Véase sin ir más lejos a Sócrates y su célebre toma de cicuta.

El caso es que, con los ojos ya pegados por el cansancio y a punto de irme a dormir ya, me disponía a cerrar el ordenador y dar por concluida la jornada de trabajo cuando unas voces llamaron mi atención desde la calle. Al principio eran ininteligibles, pero al irse acercando sus emisores y al ir aguzando yo el oído pude entenderlas al fin. Era una pareja de mediana edad. Ambos iban ebrios, o así parecía, y ella, muy morena, de rasgos agitanados, caminaba unos pasos por delante, deprisa, parecía huir de él. El hombre, un cincuentón escuálido y desdentado, le iba a la zaga suplicando que se detuviera. Al fin pude entender que habían roto, que la mujer no quería seguir la relación y el hombre parecía no querer asumirlo. Lloriqueaba implorando que volviera con él. Ella se detuvo y volvió a decirle que la dejase en paz. Él, alumbrado por una farola y justo debajo de mi ventana, sacó lo que parecía un cuchillo y, justo después de proferir una imprecación, seccionó las venas de su muñeca izquierda.

Casi de inmediato, las sirenas de la policía y una ambulancia lo iluminaron todo. La mujer lloraba abrazada a una agente policial cuando a él lo subieron a la ambulancia. Poco después subió a la parte trasera del coche patrulla y salieron rumbo al hospital. Se hizo un insólito silencio en la avenida, más propio de una noche invernal o de un camposanto rural. La madrugada siguió su curso dando la sensación de estar de duelo, de traer esa calma que sucede siempre a la tempestad.

Hoy he venido directo al bar de Sento. Quiero llevarle ‘El Satiricón’ y algunas obras más de literatura romana que he estado leyendo para documentarme. Cuando doblo la esquina y me dispongo a entrar en el local, veo al hombre de anoche desayunando en una mesa de la calle. Tiene el brazo izquierdo vendado y parece compungido aunque su semblante está calmado. Da la sensación de haber rejuvenecido y trasmite tranquilidad. Me cruzo con su compañera al entrar en el bar. Ha comprado tabaco y al llegar a la mesa los dos se funden en un beso.

©️ Francisco Castro 13–VI–2018

Sento, Cicerón y las cucarachas

Lunes, junio y diluviando. Hace un espantoso calor a pesar de haber estado media provincia inundada durante el fin de semana. Las conversaciones han derivado este lunes a la cantidad de litros que han caído en tal o cuál población. Al enrarecido ambiente político le ha venido bien la lluvia. Aunque hay todavía unos últimos estertores de análisis de barra de bar en el local de Sento. Dos funcionarios municipales y un interventor bancario desmenuzan con escrupulosa minuciosidad la intervención parlamentaria del recién depuesto presidente. El bancario elogia una supuesta excelencia retórica que los funcionarios, y casi la totalidad del bar, no ven por ningún lado. Lo cierto es que Sento y yo, desde la lejanía, no podemos evitar una medía sonrisa de complacencia. Hechos así ponen de manifiesto la escasa cultura en oratoria que padece nuestro país de manera endémica. Un gobernante mediocre con una bajísima habilidad dialéctica que es capaz de despertar admiración en alguien, da que pensar.

Sento y yo nos ponemos a charlar de lo nuestro y dejamos los diálogos vacuos para los demás. He traído las obras completas de Marco Tulio Cicerón y un artículo que escribí hace años analizando “Sobre la amistad”. Me lo había pedido Martín, pero como no está se lo dejo al camarero para que cuando después baje a desayunar pueda recogerlo. Qué diferente la dialéctica y oratoria de la Grecia y Roma Antiguas comparadas con el actual panorama de mediocridad. De la excelencia, casi aristocracia, grecorromana, hemos pasado a un híbrido de oclocracia dirigida por una cleptocracia en la sombra. Nada puede estar más alejado de la auténtica democracia, ese sistema ateniense que quieren hacernos creer que es el que rige nuestro régimen político.

Pero, en definitiva, nosotros (Sento y yo) nos gobernamos a nosotros mismos, por lo que todos los cambios políticos, pactos, mociones de censura y demás, nos dan exactamente lo mismo. Así que nos ponemos a leer fragmentos de Cicerón y Marco Aurelio y a echar un poco de menos a algún Demóstenes en nuestro parlamento, algo que sabemos totalmente imposible. Los esforzados “debatientes” del final de la barra continúan ensalzando y denostando a los parlamentarios. Los dejo en su mundo paralelo y salgo a las calles encharcadas. Tengo tiempo, ha escampado y el sol asoma tímidamente sobre los tejados, así que decido caminar un rato hacia el trabajo.

Hay coches de bomberos yendo y viniendo todavía. Quedan bastantes subterráneos inundados y la actividad es frenética. En unas horas todo habrá vuelto a la normalidad. Las fotografías y vídeos de las calles repletas de agua dejarán de interesar. La gente es así: queda horrorizada o epatada por imágenes o acontecimientos que olvidan al poco tiempo. Veo a dos cucarachas ahogadas en la acera. Están patas arriba, muertas, pero seguro que habrá miles –quizá millones– agazapadas en las cloacas, esperando salir para apoderarse del verano, sus noches y su días. Me viene a la memoria una noticia que he leído hace un rato. Por lo visto se avecina una plaga incontrolable de estos insectos durante este verano. “No hay manera de parar ni controlar la invasión” decía un experto en el artículo. Curiosamente, este artículo estaba situado en la misma página en la que se mencionaba un nuevo caso de corrupción.

©️ Francisco Castro 4–VI–2018

Noches blancas

Es viernes por la noche. Una noche de un mayo agonizante. Camino por el centro de la ciudad, que a estas horas es un hervidero de nacionalidades. Puedo distinguir hasta veinte lenguas distintas entre el tropel de turistas que van y vienen. El cielo está blanquecino. A pesar de ser casi medianoche parece de día. Esta claridad , producto de la contaminación lumínica, me traslada a otra ciudad, en otra latitud y otro tiempo; a una realidad descrita en un viejo libro.

Los restaurantes ofrecen una carta variada. Puedo ver a teutones con sandalias y una nariz enrojecida por un sol al que no están acostumbrados. Devoran algo que en la carta anuncian como paella; en realidad es un amasijo de arroz y “cosas” muy poco definido. Comida rápida, menús étnicos y moderneces conviven con los excelentes restaurantes del centro. Casi todos los locales están terminando ya su jornada. A pesar de ello, las terrazas siguen abarrotadas de la heterogeneidad de una ciudad turística. Veo a dos señoras mayores tomando café con leche acompañado de patatas fritas. Los disparates gastronómicos nunca dejarán de sorprenderme. Los últimos grupos de jubilados nacionales que continúan en las calles (seguramente habrán salido de algún espectáculo o simplemente toman el fresco), han ocupado la terraza de una franquicia de bocadillos. Hay césped artificial a modo de alfombra, lo que le confiere un aire de lujo que no suele verse en los suburbios. Los hoteles se suceden con profusa cercanía. Hay para todos los bolsillos y necesidades. La mayor parte de ellos tienen completas las reservas. Hay varios eventos de importancia durante el fin de semana y no queda nada libre en el centro.

En la puerta de un hotel modesto hay un chico que llama mi atención. Destaca entre el resto de personas. Viste de forma anacrónica y demasiado abrigado para estar casi en verano. El corte de pelo y la barba poblada le hacen parecer mayor, aunque no debe superar los veinte años. Parece esperar a alguien. Su rostro expresa preocupación, quizá tema que no acudan a la cita. Tiene un libro en las manos al que no acierto a ver el título. Por la forma en que consulta sus páginas debe ser un poemario. La nívea cúpula del cielo y un espontáneo rayo de luna parecen querer acompañar al joven amante en su solitaria espera. Una chica joven y muy guapa se acerca a él. Viste a la moda actual, con un estilo muy diferente al del muchacho. Están un breve espacio de tiempo dialogando. Ella habla y él sólo escucha. Parece que sus ojos se entristecen con las palabras de la chica. Cinco minutos después está solo, vencido por la momentánea eternidad del desengaño. Permanece unos instantes más con una hoja de papel manuscrito. Lo ha sacado durante la conversación y ha intentado dárselo a la muchacha. Finalmente arruga el papel con rabia y lo lanza al suelo. Veo cómo la noche disuelve su silueta entre las sombras al alejarse. Me acerco al lugar en el que hace apenas unos minutos se ha gestado el sufrimiento del abandono. La bola de papel sigue allí. La cojo agachándome con rapidez y la introduzco en mi macuto.

Una hora después, ya en casa y con la tranquilidad del silencio nocturno, despliego el arrugado folio con el mismo tacto con el que acariciaría a un moribundo necesitado de consuelo. Consigo recomponer la hoja hasta casi dejarla lisa. No me atrevo a mirar su contenido. A pesar dé haberlas desechado, esas palabras les pertenecen a ellos, a los jóvenes amantes. Finalmente me introduzco en sus líneas autógrafas. Contienen un hermoso poema amoroso, íntimo y humano, en el que el joven poeta ha desnudado su alma para entregarla. No puedo transcribirla aquí porque no nos pertenece. Doblo meticulosamente el papel y la guardo entre las páginas de Noches blancas de Dostoievski.

Ése es sitio, ahí debe permanecer custodiada.

©️ Francisco Castro 27–V-2018

Hogar, dulce hogar

La ciudad parece otra distinta a la que dejé hace dos días. He vuelto cargado de libros y vinilos. Siempre saco tiempo después de las obligaciones profesionales para recorrer las librerías y tiendas de discos de las ciudades que visito. Los charcos y el ambiente fresco del pasado viernes, cuando dejé atrás la estación subido al AVE, han dado paso al característico calor del mes de mayo. Ya nada es igual, la mágica clarividencia de la lluvia se ha evaporado. Las personas se han vuelto a enmascarar y tengo que afinar mi mirada escrutadora para ver en ellas su auténtico rostro. Paseo tranquilo hasta la boca del metro, bajo las escaleras zambullido en la oleada uniforme de gentío y entro en el andén arrastrado por ella.

Es hora punta y las diversas tribus de ciudadanos se entremezclan formando un amalgamado cuadro hiperrealista. Hay obreros, comerciales con aspecto de haber tenido pocas ventas, estudiantes, oficinistas de cara gris y anodina y algunos jubilados que vienen del mercado. Todos compartimos el mismo espacio, respirando el mismo aire sin mirarnos a la cara y sin hablar. La tristeza de la soledad en una colmena de millones de personas desconocidas que comparten a diario el espacio durante años sin llegar a dialogar nunca. Gente que vive y muere sin salir del anonimato.

Decido bajar tres paradas antes de llegar al barrio. Necesito caminar. A pesar de ir cargado con la bolsa de viaje, los libros y los discos, me apetece patear las aceras. Voy a paso lento, deleitándome del olor a unas flores que, por mucho que recorro con la mirada de un lado a otro, no veo por ningún lado.

Al final de la avenida comienzan a verse los primeros edificios de mi barrio. Algunos rostros me resultan familiares y saludo a conocidos. A pesar de todo, mi barrio es un pequeño pueblo rodeado de ciudad por los cuatro lados. Un islote de tradición y cordialidad en el que tampoco se está tan mal. Sento tiene el bar atestado, es la hora del aperitivo. Se alegra de verme y me sonríe con una mueca indescifrable de las suyas. Me acerco a él y le golpeó levemente en la espalda con cordialidad. Su mirada va desde mi cara al paquete que llevo bajo el brazo. Sabe que son libros y sus ojos se iluminan.

Mi sitio está ocupado y busco otra ubicación. Además quiero comer algo antes de ir a casa. Está todo lleno y me decepciono levemente. En uno de mis barridos visuales mis ojos se cruzan con otros que me miran fijamente, con interés y amabilidad. Es Martín, que me hace señas para que me siente a la mesa que ocupa. Es curioso, estamos repitiendo la escena del otro día, aunque a la inversa. Me acomodo junto a él y hago una señal a Sento para que me prepare un bocadillo. Martín está leyendo a Nietzsche y sé que le va a encantar el cargamento que llevo embalado en el paquete.

Sento trae mi bocadillo al cabo de un buen rato, sabe que no tengo prisa hoy. Me da tiempo a conversar con Martín que me cuenta que se ha instalado en un pequeño estudio justo encima del bar. Aquí pasa las horas leyendo y escribiendo. Como yo imaginaba, ha congeniado muy bien con Sento. El local se está vaciando, la clientela marcha para acudir a sus quehaceres. Como sin prisa, disfrutando de cada bocado. Martín, a pesar de esa hermandad tácita que le une a nosotros en forma de clan literario, es mucho más hablador de lo que imaginaba. En el rato que llevamos aquí no ha parado de contarme cosas. Sin embargo, su conversación es agradable y muy interesante. Creo que va a ser el complemento ideal para nuestro particular y selecto club.

El camarero gruñe a unos clientes remolones que optan por marcharse. Al fin estamos solos. Sento baja la persiana, coge una botella de “Soplicka” del congelador y tres vasos. Se sienta con nosotros y sirve el rojo licor de cerezas. Lo finiquitamos de un trago y al unísono antes de comenzar a desembalar los tesoros de papel que he traído. Tengo las obras completas de Lou Andreas- Salomé, algunas de las obras en diferentes ediciones. En silencio, nos repartimos el botín, fascinados. Sento va directo a por las memorias de Lou, necesita saberlo todo sobre el alma de la rusa. Martín quiere saber qué tenía que contar Salomé acerca de Nietzsche, pocas personas lo conocieron tanto como ella. Yo me sumerjo en las crónicas de su viaje a Rusia con Rilke. “Rusia con Rainer” lo tituló ella.

Abrimos el libro de nuestra elección y, sin mediar palabra, nos dejamos llevar por la magia de las palabras de una de las mujeres más fascinantes de la historia. Dejamos que la tarde se marche sola, sin molestarnos. Cuando volvemos a la realidad, ya es noche cerrada, quizá madrugada. Eso a nosotros nos da igual.

©️Francisco Castro 22–V–2018

La liga de los diferentes

Llueve con la pertinaz insistencia de antaño, cuando la primavera tenía personalidad propia. Ahora apenas hay diferencia entre las estaciones. Tampoco hay demasiada diferencia entre los meses, ni entre los objetos, ni siquiera las personas mantienen un mínimo ápice de discrepante autonomía. Todo es uniforme, gris, anodino, igual… Por eso la lluvia, esa cortina fresca que golpea el cristal hasta hacerlo casi opaco, es un regalo para los sentidos. Esta lluvia quizá sirva de detonante y, al escampar y quedar todo limpio, los diferentes sabrán que llegó su momento. Quizás, en su reflejo en los charcos, sepan reconocerse y perder el miedo a señalarse y a no ser iguales al resto.

Llueve. Y el olor a limpio, a viento fresco de renovación y cambio, golpea su rostro al salir de la vetusta estación ferroviaria. Atrás queda un lustro de trabajo. Delante se extiende un nuevo comienzo, el futuro que ya ha llegado a su vida. Una ciudad nueva para un inicio de trayecto.

En los días de lluvia mi particular observación de la fauna urbana se agudiza. Todo el mundo está tan pendiente de no mojarse y salir incólume de sus saltos entre los charcos, que bajan la guardia y se muestran despojados de máscaras. Parece que la lluvia los desnude y su verdadera esencia se muestre más accesible y diáfana. Hoy tengo previsto coger un tren y, para hacer tiempo hasta la salida del AVE que me transportará a una ciudad extraña. he cambiado mi habitual café con Sento por otro en esta impersonal cafetería del centro. Desde un discreto rincón junto a la ventana tintada de vaho observo el ir y venir de personas bajo la lluvia. ¡Qué iguales me parecen todos! Y, precisamente por esa desnudez de alma de la que hablaba antes, precisamente por eso, se advierte mejor esa uniformidad de rebaño dócilmente dirigido por las cadenas de la costumbre.

Llevo un buen rato aquí sentado, observando, y en cuanto ese rostro de pájaro asustado apareció en la puerta de la estación supe que él es de los diferentes. Es joven todavía, conserva en la mirada ese vigor ingenuo de quien aún no ha sido alcanzado por la decepción. Se dirige a la cafetería, veo su quijotesca silueta en la entrada buscando una ubicación entre la muchedumbre. El local está a rebosar y no hay ninguna mesa desocupada. Inopinadamente le hago una señal que tarda un poco en advertir. Al fin se percata y decide ocupar el sitio libre que hay en mi mesa. Pido dos cafés y comienzo a hacer algo nuevo para mí: hablar con un perfecto desconocido.

Mientras saboreamos el café –no es el de Sento, pero es muy bueno– comenzamos una tímida charla. Ambos tenemos los escudos en posición de defensa, aunque paulatinamente este recelo se va diluyendo. En uno de los dos bultos de equipaje que transporta, considerablemente más grande que el otro, puedo adivinar que lleva sólo libros. Ese detalle me gusta y hace que baje la guardia bastante. A él parece ocurrirle algo similar cuando ve el ejemplar de Ser y tiempo de Heidegger que tengo sobre la mesa y que está completamente lleno de puntos de lectura sobresaliendo. Me cuenta, sin habérselo preguntado, que ha venido a la cuidad a recomenzar su vida. Ha dejado atrás unos años en los que se ha dedicado a la abogacía y quiere dar un giro total a todo. Vivirá de los ahorros y de las colaboraciones en prensa una temporada, hasta que encuentre su senda. No tiene domicilio en la ciudad y le indico la dirección del bar de Sento. Mi viejo amigo el camarero le buscará algún sitio limpio y económico para alquilar. El joven se llama Martín, me estrecha la mano con firmeza de tipo honesto al presentarse. El resto de la conversación gira entorno a literatura y filosofía. Es lo único que le interesa, como a Sento y a mí.

Se acerca la hora de la salida de mi tren. Tengo que marcharme o lo perderé. Pago los cafés y estrecho nuevamente la mano de Martin. Nuestras miradas son cómplices. Jugamos en la misma liga: la liga de los diferentes. Afuera sigue lloviendo a mares y sonrío de nuevo. Me gusta esta mañana de primavera. Salgo con paso decidido pero pausado hacia la estación. Me cruzo con docenas de seres que no saben disfrutar de la belleza de la lluvia. Yo dejo que su húmedo abrigo me posea. Pienso en Martín y Sento. Los imagino en el bar, hablando de literatura. O callados, pero diciendo mucho más que toda esta turba de borregos uniformados que esquivan los charcos. Hoy, por primera vez en varios días, estoy contento.

©️Francisco Castro 19–V–2018

Memorias del subsuelo

El fin de semana ha sido premonitorio. El avance del calendario devorando a las fechas, como Saturno devoraba a sus hijos en el cuadro de Goya, nos trae unas jornadas cada vez más largas, con más horas de sol. Y con ruido, con sonoridad de muchedumbre buscando aplacar el silencio, ése que tanto parece molestarles. El invierno y sus tardes fugaces, sus largas noches, el frío y la lluvia tienen ese aura de tranquilidad silenciosa que tanto bien hace a la ciudad. Así que este fin de semana ha sido el primer aviso de que se avecina un verano largo y ruidoso. Nos tocará esperar agazapados el retorno del otoño y con él la tranquila paz del silencio.

El lunes se ha presentado nublado. Salgo con tiempo suficiente hacia el trabajo. Quiero ver qué tal le sienta a mi estado de ánimo el amanecer y de paso charlar un rato con Sento. La pareja que se cruza conmigo ya lleva el jolgorio del verano en su actitud. Tengo que dar un pequeño salto para esquivar el gargajo que él lanza junto a mis pies. No debe haberse dado cuenta de mi presencia, o quizá sí, quién sabe. El caso es que continúan su camino sin pedir disculpas ninguno de los dos. Van bien vestidos, a la moda juvenil a pesar de rondar ambos los cincuenta años. Son mayores que yo y parecen adolescentes. Me giro un instante y los observo alejarse con un aire de soberbia que, en el fondo, me produce cierta conmiseración. Ese intento de prolongar un periodo de la vida que ha quedado ya tan alejado, no puede provocar otro sentimiento.

Sigo mi camino y hay un grupo de veinteañeros con el teléfono móvil atronando con melodías. Las frases sueltas que salen de los altavoces tienen consignas misóginas. Es desagradable tanto la música como la letra. Sin embargo, a las dos chicas que están en el grupo no parece preocuparles mucho la temática de las canciones. Una de ellas está pelando una naranja. Tiene una papelera a escasos tres metros, pero todas las mondaduras van a parar a la acera. Por lo visto todos han hecho lo mismo, alrededor de ellos hay un considerable montón de peladuras y gajos de naranja desperdigados. Tampoco se apartan para que pasen los transeúntes. Se han apropiado de la calle. Es su territorio, les pertenece.

Llego pronto al bar y Sento está atareado. Me ubico en mi sitio y pego un vistazo rápido a la prensa. No hay excesivos cambios respecto a la edición de ayer, la misma podredumbre humana de siempre. Abandono los periódicos y ojeo a la parroquia que desayuna cerca de mí. Detecto a la pareja maleducada de antes. Están tomando un café y tostadas sentados en una mesa apartada. Parece que están discutiendo por el tono chulesco y cargado de improperios de ella. Pero no, dos sonoras risotadas al unísono me informan de que no es así. Es su forma natural de expresarse.

Se aproxima Sento y me saluda. Hoy he traído a Dostoyevski y su Memorias del subsuelo. Es ir sobre seguro. A Sento lo tengo ya en el club de adoradores del genio ruso y esta novela, con la que me introduje en el universo dostoyeskiano en mi adolescencia, habla especialmente de nosotros, de un tipo muy cercano a Sento y a mí.

La pareja derrama el resto del café sobre la mesa. Se levantan, tienen prisa y exigen a Sento que les cobre ya. El viejo camarero los mira con esa mirada que sólo él posee, se acerca a ellos, coge el billete y les da el cambio. Salen sin despedirse y casi hacen caer a una señora que entraba, por supuesto tampoco se disculpan. Los sigo con la mirada y los veo manotear mientras hablan a voces. Al final cruzan la calle y los pierdo de vista.

Se me ha hecho tarde y dejo la conversación que mantenía con Sento sin terminar. Salgo a la calle. La acera ya está atestada de gente. Hay un barullo ensordecedor que haría pasar desapercibidos los gritos de la pareja y de los veinteañeros de hace un rato. Mientras espero a que cambie el semáforo para cruzar, veo al otro lado de la calle, en la puerta de una tienda de ropa cara, a la chica que tiraba las cáscaras de naranja. Está hablando con los que seguramente son sus padres. Es la pareja del bar. Los tres esperan a que abran la tienda.

©️Francisco Castro 14–V–2018

Un caso doméstico

Los vecinos del piso contiguo han estado discutiendo más de dos horas. Bueno, la verdad es que sólo se podía escuchar la voz de él. Tiene un voz desagradable, aguardentosa, de tabernario pendenciero. Es el característico tipo que siempre discute por todo. En las juntas de comunidad acostumbra a estar en contra de cualquier propuesta, interrumpe constantemente a los demás y sus intervenciones son rocambolescas y fuera de lugar. Ella tiene una voz suave, agradable al oído. Es pura amabilidad y nunca se la ha escuchado decir una palabra más alta que otra. Aún así, hoy llegaban algunas frases suyas, ininteligibles, en medio de la discusión. No perdía la calma ni su tono de voz dulce, pero se defendía de los despóticos ataques dialécticos de él. Al final he acabado hartándome y he tenido que salir a la terraza para poder continuar leyendo. Lo he intentado, aunque estaba tan nervioso ya que no he podido concentrarme.

Así que, una vez tomada la decisión de salir a por la compra de provisiones una hora antes de lo previsto, he estado recorriendo los puestos de venta del mercado. Los productos frescos son de una calidad muy superior a los de las grandes cadenas comerciales y siempre los prefiero a la hora de abastecer mi despensa. He adquirido alimentos para prácticamente toda la semana y además una colección de instantáneas de los personajes pululantes en el mercado. Conozco a buena parte de la clientela habitual. Tanto tiempo frecuentando el mismo lugar hace que se establezcan ciertos vínculos con perfectos desconocidos. Al pasar por la pequeña cafetería situada a la salida he estado tentado de tomar algo, unos apetitosos montaditos han atraído mi atención, pero al ver a unos tipos malcarados manoteando en el único hueco de la barra que quedaba libre, he decidido ir a hacer una visita a Sento y tomar algo allí con más tranquilidad.

Sento y yo estamos releyendo a Simenon. A mí, personalmente, el reencuentro con el comisario Maigret y su particular visión de la justicia está resultando muy gratificante. Para Sento sé que también, a pesar de que, debido a su poca expresividad y parquedad de palabras, no lo manifieste abiertamente. Hemos estado, a pesar de todo, extrapolando un poco la metodología de Maigret a algunos casos de la crónica de sucesos actual. Hemos especulado y elaborado algunas hipótesis sobre la efectividad de dejar que la Justicia (que no los jueces) actúe por sí misma. Muchas veces las leyes y su aplicación en forma de sentencia suponen una pírrica solución para las víctimas. Y cualquiera puede verse en la tesitura de tener que actuar en situaciones que requieran de soluciones expeditivas. La verdad es que hemos pasado un rato extraordinario y muy animado con estas conjeturas. Además he degustado un excelente queso que guarda Sento para las ocasiones especiales. Al final, cuando ya estaba a punto de marcharme, han entrado los tipos del mercado. A Sento le ha cambiado el semblante. Le he preguntado si quería que me quedase y me ha respondido con una negativa. De todas maneras, los individuos se han marchado enseguida.

Al volver a casa he encontrado un gran revuelo junto a ella. Ambulancia y coche de policía estaban atravesados justo en la puerta de mi edificio. No me dejan pasar y no me dan información sobre qué ha pasado. Algunas vecinas cotillas ya lo saben y me informan. Los vecinos del piso contiguo han vuelto a discutir y el asunto ha pasado a agresión física. Me siento mal por no haber pensado que esto podría ocurrir. El vecino es un bocazas pero no es violento. Es cierto que ese modo de hablar ya es violencia; verbal, pero violencia. De repente salen los sanitarios acompañados de una agente de policía. Empujan una camilla con alguien que no acierto a reconocer desde mí ubicación. Al abrir la puerta e introducirla en la ambulancia reconozco a mí vecino. Lleva la cabeza vendada y parece estar inconsciente. Arranca el vehículo con la sirena funcionando. A continuación sale la vecina. Dos policías la conducen esposada hasta el coche policial. Instantes después se marchan. Poco a poco se van yendo los curiosos. El acceso al portal ya está libre. Al entrar pienso en los vecinos, en Maigret y en la conversación que hemos tenido Sento y yo.

©️Francisco Castro 5–V–2018

Inventario de estupidez

Otro día festivo y se esfuma el puente, está casi superado. Los días así nacen siempre con un propósito conmemorativo o, a veces, reivindicativo. Pronto el afán consumista se impone y el originario carácter de las festividades se difumina hasta casi desaparecer o quedar como algo meramente residual. No obstante, mucho peor era en otros tiempo en los que las festividades eran de obligado cumplimiento y la sociedad y la vida se paralizaba por ello. Y no sólo en lugares alejados y de signo ideológico distinto, sino aquí, entre nosotros, ocurría todo eso, aunque ya no lo recordemos. En nuestra sociedad, y de momento, la masa utiliza los días festivos para disfrutar, sin reivindicaciones ni consignas, y hacen muy bien en aprovechar el tiempo libre en lo que les plazca.

Anoche, paseando en la tranquilidad nocturna, me encontré de repente con una verbena cerca de mi casa. «Son las fiestas del barrio», me comentaron unos chavales. Estuve un rato observando desde la lejanía a la masa disfrutando. Daba la sensación de estar viendo a un rebaño enclaustrado en un redil. Todos se movían al unísono, en una suerte de danza tribal preconcebida. No puedo imaginar nada más ausente de individualidad y libertad que algo así. Patrones de comportamiento predecibles repitiéndose una y otra vez, en cada gesto, en cada mirada, en cada rostro. Parecía un solo ser reflejado en múltiples espejos poliédricos. Estuve más de media hora estudiando a la masa y aún pude tomar algunas notas y reflexiones. Cuando el estado de excitación de casi todos los asistentes comenzó a ser excesivo y empezaron a llegarme molestas visitas, decidí volver a casa por calles más tranquilas y alejadas del bullicio.

Cuando estaba a un centenar de metros de mi portal vi a la policía identificada a los chavales con los que había hablado antes. Pude deducir que eran los responsables, o presuntos responsables, de la rotura del cristal de un portal cercano. No soy capaz de entender el motivo ni el beneficio de un acto vandálico de estas características. Es una acción que perjudica a todo el mundo. Nadie obtiene beneficio. Ni siquiera el cristalero que arregle los desperfectos. Y mucho menos los autores, que posiblemente se enfrenten a una sanción (ellos o sus padres). Esto me hace reflexionar sobre el libro de Carlo M. Cipolla, Allegro ma non troppo, en el que define al estúpido como mucho más peligroso que el malvado, puesto que este último obtiene un beneficio a costa del perjuicio de otros, mientras que el estúpido perjudica a todos, incluso a sí mismo, sin ni siquiera ser consciente de ello.

Así que hoy, que por cierto es un día resplandeciente y sereno, me he levantado con el propósito de estar más atento a los pequeños actos de estupidez cotidianos con los que me vaya encontrando. Por supuesto que incluyo a los míos también. Nadie está exento de ser estúpido, o más bien de cometer estupideces, y voy a intentar inventariar todas las que vayan sucediendo en mi entorno cercano, empezando por las mías.

Me pongo en marcha y salgo a la calle. Pateo las aceras todavía sucias del jolgorio de anoche. A lo lejos están los servicios de limpieza, trabajando hoy más que nunca a pesar de ser día festivo. Llego al bar de Sento y pido un café. Comienzo la jornada con una de las características conversaciones con Sento. Parca en palabras pero abundante en sabiduría. El viejo lobo tras la barra sabe mucho de la infinita estupidez humana. Tantos años de espectador le dan un grado. Le doy el libro de Cipolla, aunque sé que Sento ha llegado mucho más lejos que el historiador italiano. El camarero tiene mucho más recorrido y conocimiento. Ha visto mucho más, aunque lo calle.

©️ Francisco Castro 1–V–2018

Sento, Céline y el barrio

Es sábado de nuevo. Sábado de inicio de puente largo, por lo que el hormiguero ha vuelto a huir de la ciudad. Nos quedamos aquí los de siempre, los que no tienen dinero ni adónde ir; y nosotros, los solitarios, los que preferimos las calles vacías y calladas. Esta tarde daré un paseo hasta los puestos de libros y conseguiré más munición con la que pasar estos días encerrado en casa. Pero de momento, y aprovechando que el sol no calienta, voy a transitar por las callejuelas del barrio.

Éste era un barrio familiar hace años. Un barrio de los de toda la vida. Después, en los tiempos de la burbuja inmobiliaria, quisieron reconvertirlo en una zona de pijos. Se construyeron edificios modernos con calidades de lujo, piscina, jardín y club social. Eso fue en los solares, casas y almacenes viejos que se demolieron. Aquí llegué yo, a uno de estos edificios, por casualidad. Por casualidad y porque está lo suficientemente cerca de mi trabajo como para poder ir caminando casi todos los días. Odio conducir y siempre que puedo evito hacerlo. Pero bueno, de eso hablaremos otro día. Hoy quiero pasear por este barrio en el que vivo. Variopinto, singular y, en muchas ocasiones, de extremos.

No todo el antiguo barrio quedó convertido en un paraíso burgués. No, algunos de los vecinos de toda la vida resistieron y permanecieron en sus casas. Los especuladores presionaron a los inquilinos y estos sí marcharon. Pero los propietarios permanecieron. Pronto tuvieron que cohabitar en sus edificios con personas llegadas de otros lugares, sobre todo del norte de África. La convivencia funcionó hasta que la crisis llegó y con ella los desahucios. Y entonces llegaron los problemas al barrio. En las casas al otro lado de “la frontera” –así es como se conoce la avenida que separa los dos sectores del barrio, el moderno y el tradicional– se instalaron clanes de narcotraficantes que han convertido una zona tranquila y popular en un estercolero infernal. A diario se puede observar a decenas de muertos en vida deambulando por las calles en busca de unas monedas para calmar el ansia de sus venas.

Creo que no me he dejado ni una sola calle sin recorrer en este paseo sabatino. Me merezco una recompensa y, dado que ya es hora del aperitivo, me encamino al bar de Sento a tomar algo. La terraza la tiene atestada, está en una ubicación privilegiada puesto que da a dos calles y hay otros bares del barrio que hoy han cerrado. Pero yo siempre prefiero entrar dentro, a mi atalaya al final de la barra. Sento no puede disimular una sonrisa al verme. Creo que ni su mujer ni sus hijos lo han visto sonreír nunca, es algo inusual en él. Me cuenta maravillas de Boris Vian, se ha leído todo lo que le traje en otro día. Prometo traerle más material de Vian, pero hoy quiero prestarle otro. Me gustaría que leyera algunos libros de género epistolar y he escogido a un autor odiado y repudiado por muchos sectores. Pero también amado por otros tantos. Los detractores lo hacen exclusivamente por la misma causa: la ideología política del autor. En cambio los que admiran su obra los hacen por dos razones: los primeros lo hacen por sus ideales, con los que comulgan; y el segundo grupo de admiradores son aquellos que tienen la suficiente capacidad crítica para discernir entre obra y vida personal de autor. Le he traído Las cartas de la cárcel de Louis-Ferdinand Céline.

Sento se queda acariciando el lomo de libro. Yo termino mi segunda cerveza y salgo a la calle de nuevo. Ahora sí que se nota el latigazo del sol primaveral y busco otra ruta más umbría para llegar a casa. Paso antes por la frutería a comprar algunas provisiones. Al salir cargado con las bolsas me aborda unos de los yonquis que pululan por la plaza. Me pide unas monedas para dar de comer a sus hijos. Le miró fijamente a los ojos y le pido que me diga la verdad. Sí, confiesa que está enganchado, que quiere dejarlo (dice). También me cuenta que es del otro extremo de España y que fue un constructor de éxito hace una década. Otra víctima de la crisis, me cuenta teatralizando unos sollozos. Es nuevo, nunca lo había visto por el barrio. Le doy unas pocas monedas y sigo mi paseo. Pienso en estas mismas situaciones hace veinte años. El mundo sigue desmoronándose pero nunca termina de hacerlo del todo. Pronto habrá otra burbuja y volverá el espejismo del crecimiento económico y la ruleta rusa de la fortuna volverá a girar. ¿Quiénes caerán en la próxima crisis?

©️ Francisco Castro 28–IV–2018

La mancha

Las pieles comienzan a dejarse ver en las calles. El calor ha llegado casi sin que nos diéramos cuenta y esto precipita la búsqueda de ropa en la parte trasera de los armarios. Al final, la ciudad va vestida de forma variopinta. Abrigos y botas caminan junto a tirantes y chanclas. Yo siempre voy en manga corta, tan sólo cambio el grosor de la chaqueta. Únicamente en verano elimino toda prenda sobre mi característica camisa o polo.

Paseo tranquilo hacia el trabajo. Apenas he dormido esta noche. Tengo una gotera justo sobre mi cama. Al vecino de arriba se le ha roto un grifo. Vivir en un edificio comunitario tiene estos inconvenientes. Me he pasado las horas desvelado, mirando la mancha del techo crecer, imparable y de manera geométrica. Casi a la hora en que tenía que sonar el despertador he acabado durmiéndome. El timbrazo implacable me ha sobresaltado. He encendido la luz y la mancha seguía ahí. No lo he soñado. Me he duchado con agua fría –siempre lo hago así, desde muy joven– y me he metido una doble ración de cafeína. Antes de salir a la calle he anotado que tengo que comprar café y canela.

Voy en manga corta, sin chaqueta, llevo un polo azul y gafas de sol. Suena el teléfono y es el del seguro: esta tarde pasará a peritar los daños. Vuelvo a pensar en la mancha. Casi puedo ver en la distancia cómo se agranda el cerco. Imagino los círculos concéntricos partiendo del punto de fuga. Los asemejo a un viejo árbol por cuyo tronco transcurre el tiempo y envejece. Esta tarde, cuando regrese a casa, la mancha y sus anillos habrán empezado ya a amarillear. Estará llegando a su ocaso, como las hojas en otoño o como una vieja novela abandonada al sol. También mi ánimo amarillea últimamente. No soporto la primavera, tanta luz me deprime.

Llego al bar y encuentro a Sento preparando todo. Hoy se ha retrasado un poco. Ha tenido que llevar a su hija al aeropuerto. Me comenta brevemente que vive en Canadá desde hace tres años. Es la primera vez que ha venido en todo este tiempo y no sabe cuándo será la próxima. Es investigadora, tiene mi edad y lleva media vida dando tumbos de universidad en universidad, saltando de un proyecto a otro, con becas que apenas le dan para labrarse una estabilidad laboral. Triste realidad la de nuestro país, los más brillantes tienen que marchar y los mediocres ascienden como la espuma. Los tramposos acaban premiados y, lo que es peor, casi siempre son los que nos gobernarán. Mientras me sirve el café le dejo sobre la barra tres libros de Boris Vian: Las hormigas, Todos Los muertos tienen la misma piel y A tiro limpio. Se queda mirando este último, pensativo, le gusta el título, será el primero en leerse. Hace un par de semanas leyó Escupiré sobre vuestra tumba. Le fascinó, la terminó de un tirón y me había pedido más libros de Boris Vian.

Poco a poco comienza a llenarse el bar. La masa se dispersa por la ciudad y acuden a desayunar antes de meterse en ese eufemismo de tumba al que denominan trabajo. Imagino sus almas amarilleando bajo esas pieles que comienzan a estar ya bronceadas. Pienso en lo vacío de su vida interior, en la inexistencia de sus sueños, en la escasez de imaginación ante sus días anodinos e iguales. No se puede vivir sin imaginación, ergo ellos no viven.

Salgo a la calle, se me ha hecho un poco tarde y camino deprisa. Soy consciente de que tampoco soy muy diferente a los clientes del bar, a los transeúntes que se cruzan conmigo, a mis compañeros de trabajo, a la gente. Quizás yo también soy gente y tengo el interior amarilleando igual que ellos, en círculos concéntricos, igual que la mancha que envejece en el techo del dormitorio.

©️ Francisco Castro 26–IV–2018