La luz se filtra entre las rendijas de la persiana creando un áureo estampado lunar sobre la ligera sábana que me cubre. Estamos a las puertas de un verano que se anuncia feroz, lo cual no es nada terapéutico para mi pertinaz insomnio. Leí una vez que después de dos meses durmiendo menos de cuatro horas diarias comenzamos a enloquecer. Falso, yo llevo así años y cada vez tengo la mente más lúcida y ágil. Aunque puede que mi insania no me haga consciente de su propia existencia. No lo sé, podría ser así, pero lo dudo.
He desayunado bastante más que de costumbre. Tengo el apetito desbocado últimamente. Aun así, no aumento mi peso en absoluto. Tanto da que coma mucho o poco, mi talla se mantiene estable a través del tiempo.
Anoche estuve trabajando en la terraza hasta muy tarde. Me gusta observar la fauna nocturna desde las alturas mientras escribo. Estoy enfrascado en la redacción de un artículo extenso sobre Petronio. Tuvo una vida apasionante. Un fulgurante ascenso en la corte de Nerón, en la que fue considerado «árbitro de la elegancia» por su refinamiento epicúreo y gusto estético, y una abrupta caída en desgracia que le llevó a estar recluido en Cumas, después de una conspiración política, y posteriormente al suicidio cortándose las venas. El suicidio
(del latín suicidium “acto de matarse a sí mismo”) ha sido desde la antigüedad una forma rotunda de solucionar conflictos. Para la mayoría de culturas está considerado un acto de honor y grandeza en determinadas ocasiones. Véase sin ir más lejos a Sócrates y su célebre toma de cicuta.
El caso es que, con los ojos ya pegados por el cansancio y a punto de irme a dormir ya, me disponía a cerrar el ordenador y dar por concluida la jornada de trabajo cuando unas voces llamaron mi atención desde la calle. Al principio eran ininteligibles, pero al irse acercando sus emisores y al ir aguzando yo el oído pude entenderlas al fin. Era una pareja de mediana edad. Ambos iban ebrios, o así parecía, y ella, muy morena, de rasgos agitanados, caminaba unos pasos por delante, deprisa, parecía huir de él. El hombre, un cincuentón escuálido y desdentado, le iba a la zaga suplicando que se detuviera. Al fin pude entender que habían roto, que la mujer no quería seguir la relación y el hombre parecía no querer asumirlo. Lloriqueaba implorando que volviera con él. Ella se detuvo y volvió a decirle que la dejase en paz. Él, alumbrado por una farola y justo debajo de mi ventana, sacó lo que parecía un cuchillo y, justo después de proferir una imprecación, seccionó las venas de su muñeca izquierda.
Casi de inmediato, las sirenas de la policía y una ambulancia lo iluminaron todo. La mujer lloraba abrazada a una agente policial cuando a él lo subieron a la ambulancia. Poco después subió a la parte trasera del coche patrulla y salieron rumbo al hospital. Se hizo un insólito silencio en la avenida, más propio de una noche invernal o de un camposanto rural. La madrugada siguió su curso dando la sensación de estar de duelo, de traer esa calma que sucede siempre a la tempestad.
Hoy he venido directo al bar de Sento. Quiero llevarle ‘El Satiricón’ y algunas obras más de literatura romana que he estado leyendo para documentarme. Cuando doblo la esquina y me dispongo a entrar en el local, veo al hombre de anoche desayunando en una mesa de la calle. Tiene el brazo izquierdo vendado y parece compungido aunque su semblante está calmado. Da la sensación de haber rejuvenecido y trasmite tranquilidad. Me cruzo con su compañera al entrar en el bar. Ha comprado tabaco y al llegar a la mesa los dos se funden en un beso.
©️ Francisco Castro 13–VI–2018